Por lo general, cuando alguien solicita los archivos editables la intención está bastante clara: realizar modificaciones sobre el trabajo terminado o, incluso, generar obras derivadas creando otros diseños a partir del original.
Facilitar este tipo de archivos al cliente o terceros es una determinación más compleja de lo que pudiera parecer en un principio. Este artículo nace con el propósito de tocar los aspectos intrínsecos al tema y se nutre de conversaciones con otros compañeros del gremio mantenidas desde la perspectiva legal y desde su experiencia como creadores.
Formas de entonar la pregunta
«¿Me pasas los archivos editables?» Prácticamente todos los clientes que nos han hecho esta pregunta ha sido con el único afán de saber si esto es posible y cuáles serían las condiciones; cuestiones a las que respondemos gustosamente porque, aparte de verle la lógica, opinamos que preguntar es mucho más sano que no hacerlo. El diálogo que surge en estos casos siempre viene amparado por el sentido común y por una predisposición recíproca al entendimiento y a la confianza.
Pero también nos hemos encontrado con algún tono excepcional. Casos anómalos en los que, junto a los archivos editables, poco más que también tienes que entregar el ordenador con el que trabajas. Tanto como eso no, pero sí los programas utilizados y unas clases para que el cliente ‘aprenda a manejarlos’. Esto es estrictamente cierto. Además de abrumador y absurdo. No solo encierra un defecto de forma por la actitud extrema, también evidencia falta de respeto y un profundo desconocimiento del diseño gráfico en todos sus términos.
La respuesta
Antes de meternos en materia, difiera o coincida con lo aquí expuesto, decir que nos parece lícito y respetable cualquier acuerdo libre que un diseñador/a alcance con sus clientes. Somos conscientes de que una misma pregunta puede contar con varias respuestas dependiendo de la situación.
Dicho esto, vamos al grano. Por defecto, lo que se contrata y acuerda en un encargo es un trabajo final y definitivo, un diseño creado por y para un fin que resuelve una demanda definida por un contexto concreto. Una vez aprobado por el cliente, este diseño se entrega cerrado y optimizado para ser usado tal cual en su medio de destino impreso y/o digital. Y a partir de aquí, salvo que el contrato especifique lo contrario, no hay más giro de tuerca.
Buscando algún símil… Reclamar los archivos de proceso de un diseño es como ir a un restaurante y exigir los ingredientes y la receta de los platos que acabas de ingerir. O comprarte un coche y sentirte con pleno derecho a acceder a todos los planos de su ingeniería… En fin, no tiene sentido.
Salirnos de la dinámica y facilitar archivos de proceso o archivos editables para ser manipulados por ‘vaya usted a saber quién’, aparte de entrar en conflicto con los derechos de autor/a y otras posibles licencias, es susceptible de traer consecuencias negativas para el propio diseño y, por ende, para la proyección gráfica del contratante. Lo desarrollamos:
1. La integridad de la obra original se ve comprometida
Existe la falsa creencia de que si se parte de un diseño profesional, todo lo que salga de ahí también será profesional. Cada proceso de creación es íntimo, intransferible y, por naturaleza, desconocido para las manos externas encargadas de modificar la obra. Si además estas manos no cuentan con experiencia suficiente, lo que se consigue es reventar el trabajo meticuloso de la persona creadora. Y sí, seguro que esos cambios se pretenden realizar «con la mejor de las intenciones», pero en ninguna profesión conocida la buena voluntad sustituye al conocimiento.
Algunas alteraciones transgreden tanto el diseño que acaban ocasionando una descontextualización de su concepto inicial. Al modificar un contexto gráfico se corre un alto riesgo de que el mensaje de origen pierda eficacia, pierda sentido o, peor aún, pase a significar otra cosa. El lenguaje visual es delicado y muy sensible ante cualquier manipulación.
Se dice de los diseñadores/as gráficos que somos ‘tiquismiquis’. Un adjetivo acertado muy probablemente. Pero nos gustaría que, del mismo modo, se tuviera presente que esa misma escrupulosidad es la que ponemos en cada trabajo que creamos. Porque nos importa lo que hacemos. Y también nos importa lo que suceda después con nuestros diseños. No solo es una cuestión de orgullo profesional, también de coherencia.
Encontrarte una creación propia ‘mal tocada’ por terceros es doloroso e ilícito. Quizá los ejemplos más evidentes estén en las obras derivadas, es decir, nuevos diseños o composiciones creados a partir del diseño de origen modificando lo existente o sirviéndose de sus elementos. Obras derivadas… algunas son como criaturillas deformes y endebles que solo parecen raras mutaciones de la original. Nadie salvo la persona creadora debiera meter mano en una creación finalizada o, al menos, no sin su aprobación.
2. Usos que no están acordados
Comentábamos antes que lo que se contrata es un trabajo definitivo y cerrado en respuesta a un contexto y objetivos preestablecidos. Estos conceptos son los que configuran el coste del diseño y su uso de explotación. Es decir, se acuerda la realización de un diseño concreto bajo unas pautas concretas. Todo lo que se salga de estos términos, pasaría a ser explotaciones que no han sido pactadas ni contempladas en el presupuesto.
Por eso, también hay quien decide ceder los archivos editables a cambio de una remuneración adicional. Suele cobrarse el doble, el triple –o lo que se estime– de lo que cuesta el archivo final cerrado. Es natural que cuando el diseño original vaya a derivar en otros diseños el precio no sea el mismo porque el provecho y rendimiento que se le va a sacar es sustancialmente mayor, además de incontrolable.
3. Choque frontal con otras licencias
Un diseño se compone de muchas pequeñas partes. Algunos de estos elementos son comprados por los diseñadores/as para adaptarlos e incorporarlos en sus creaciones. Pueden ser tipografías, efectos, fotografías, iconos, etc. Al haber sido adquiridos, estos recursos vienen sujetos a una licencia expedida por el proveedor –un banco de imágenes, por ejemplo– que acota y especifica sus condiciones de uso. Esto significa que comprar un recurso gráfico no te convierte en su ‘propietario’ sino en alguien con derecho a usarlo de acuerdo a unas limitaciones que, además, varían según si la licencia es estándar o extendida.
Puede deducirse que cuando se envían archivos abiertos todos estos recursos van dentro del diseño. Cojamos el ejemplo de una tipografía comprada. Quien esté frente al archivo editable con el ánimo de cambiar textos del diseño necesariamente tendrá que instalar en su sistema la fuente utilizada… Y entonces es cuando llega la segunda pregunta: «¿Me pasas la tipografía?» En caso de que esta fuente haya sido comprada para un único usuario, solo el diseñador/a puede utilizarla dado que la licencia está a su nombre y es la figura responsable de su uso. Enviársela a otro usuario representa una situación comprometida que puede derivar en consecuencias legales para el diseñador/a.
Este tipo de conflictos se resuelven de una única manera: pagando un extra al proveedor. Lo común es que estemos hablando de inversiones pequeñas, pero siendo realistas, si alguien quiere los archivos editables para ‘ahorrarse’ pasar por el diseñador/a, cuesta bastante imaginárselo pagando por la licencia ampliada de una tipografía o de cualquier otro recurso.
4. Secretos profesionales al descubierto
Un archivo de proceso es casi una radiografía de la línea de trabajo de un diseñador/a. Cada capa es un reflejo de su impronta, tanto cognitiva como técnica. Estos archivos son, por tanto, susceptibles de revelar metodologías propias que nadie más tiene por qué conocer. Viene a la mente aquella frase de los maestrillos y sus librillos… En el amplio mundo creativo, sea de la disciplina que sea, no solo es legítimo, también es sensato guardar con celo los secretos profesionales porque, entre otras cosas, son los que nos distinguen de la multitud.
Por otro lado, cuando un diseñador/a trabaja no lo hace con vistas a que terceros entiendan su proceso ni tampoco sus trucos y manías. Diseñar con el condicionante de que otros se ocupen después de tocar el archivo, limita sobremanera el propio diseño y la manera de construirlo. La razón es simple, y es que el nivel de ejecución de estas modificaciones siempre vendrá subordinado a los conocimientos que tenga la persona delegada. No son casos excepcionales en los que el diseño aterriza en alguien que sí, efectivamente, se defiende con las herramientas informáticas pero no sabe diseñar. Y nos referimos a diseñar de verdad.
Para finalizar, extraemos de este artículo dos lecturas fundamentales. La primera es que ante la pregunta «¿Me pasas los archivos editables?», quizá lo más importante sea que la petición no acabe convirtiéndose en una imposición. Y la segunda es que un diseño abierto es, al fin y al cabo, una puerta abierta a muchas posibles malas praxis. Lo lógico es que cualquier manipulación o variación sea tratada por la persona que conoce el diseño desde el primer minuto, es decir, quien lo ha parido. Lo hará a conciencia, más rápido y aplicará las modificaciones de la forma más correcta y efectiva. Vamos, que sale a cuenta.